1.1.06

La responsabilidad de los Estados Provinciales por daño ambiental transfronterizo.


Federico Gastón Thea

1. a. Introducción.
El daño ambiental es una especie de daño relativamente nuevo en el universo jurídico. Si bien ya ha sido aceptado en los tribunales, la elaboración de sus límites está en plena fase de desarrollo, tanto doctrinario como jurisprudencial y legal.
Como veremos en el desarrollo del presente, nuestros tribunales han ido aceptando cada vez con mayor amplitud criterios objetivos de atribución en materia de responsabilidad por daño ambiental. Sin embargo, en aquellos casos en que dos provincias sean parte de un litigio, no es tan claro qué nivel de aceptación tendrán estos criterios de tipo objetivo.
En este marco, el problema que se plantea e intentará resolver es cómo deben resolverse estos supuestos de daño ambiental transfronterizo entre provincias. Para tal fin se hará un desarrollo de las normas y principios relativos tanto a las cuestiones jurisdiccionales a las del régimen jurídico aplicable en estos casos. Se expondrán y estudiarán las normas y los principios más destacados del derecho internacional del ambiente, desde el punto de vista normativo, doctrinario y jurisprudencial; analizándose de qué forma pueden ser aplicados en nuestro derecho interno de una manera que permitan lograr una mayor y más efectiva protección del ambiente.
1. b. El derecho ambiental en la Constitución Nacional y en el Código Civil
Se puede conceptualizar al daño ambiental como toda lesión o menoscabo al derecho o interés que tienen los seres humanos, como vecinos o colectividad, a que no se alteren de modo perjudicial, sus condiciones naturales de vida. La misma noción de “daño ambiental” constituye una expresión ambivalente, pues designa no sólo el daño que recae en el patrimonio ambiental que es común a un agrupamiento social dado, traducido como impacto ambiental, sino que, además, se refiere al daño que el ambiente afectado ocasiona de rebote a los intereses legítimos de una persona determinada.
Es un dato de la realidad que la contaminación ambiental marcha, por naturaleza, inseparable de su carácter expansivo, tanto en lo temporal como en lo tocante al espacio físico que invade. De ello se deriva el carácter esencialmente difuso que tiene el daño al ambiente así como el marco de complejidad en la individualización del nexo de causalidad.
Ahora bien, teniendo en cuentas estas particulares características del daño ambiental, ¿qué factor de atribución de la responsabilidad deberá aplicarse? Hoy en día, tanto la doctrina nacional como nuestros tribunales han aceptado que la responsabilidad por daño ambiental responde a un factor objetivo de atribución. Es responsable quien es la fuente de dicho riesgo. En nuestro sistema legal son de aplicación en materia constitucional el artículo 41, los artículos 43 y 75 inciso 22: el primero consagra el derecho de todos los habitantes a un ambiente sano y equilibrado y la obligación del Estado de proveer su protección; el segundo, por incluir dentro del marco de un proceso constitucional (el amparo) la defensa del ambiente; y el tercero, por el carácter supralegal que otorga a los tratados internacionales de los que es o será parte la Argentina, y en especial los tratados de derechos humanos enumerados en ese artículo, que gozan de jerarquía constitucional, como por ejemplo la Convención Americana de Derechos Humanos y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. En materia civil son de aplicación ciertas normas del Código, las cuales deben ser interpretadas de una manera amplia e integradora. Nuestros tribunales han hecho uso especialmente de los artículos 1113, 1071, 1119, 2618 y 1112 y el 2499.
Abundante jurisprudencia refleja la aplicación de los artículos citados por parte de nuestros tribunales. A título de ejemplo, en el caso Almada Hugo N c/ Copetro S.A
[1] se señala la legitimación individual de los actores en virtud del art. 2618 del Código Civil para el reclamo individual de cese de la contaminación y para volver las cosas a su anterior estado los artículos 1083 y 1113, Párr. 2°, parte 2ª del mismo cuerpo legal (hecho de las cosas que el empresario tiene bajo su dominio y guarda). En lo referente a la aplicación del artículo 2618 del Código Civil, se dijo en este caso que la situación en cuestión excedía la “normal tolerabilidad” que dicha norma exige, con mención del “…respeto debido al uso regular de la propiedad y la prioridad en el uso”.
Otro ejemplo es el caso “Dante Duarte c/ Fábrica Argentina de Vidrios y revestimientos de Opalinas Hurlinghan SA”
[2] en el cual se acepta que “el art. 1113 del Código Civil, en su actual redacción incorpora a nuestro derecho el principio de responsabilidad objetiva en materia extracontractual, estableciendo a favor de la víctima una presunción legal del autor del daño causado con o por las cosas; presunción que para ser destruida exige la prueba de la culpa de la víctima o de un tercero por quien no se debe responder”. Y agrega más adelante que “cuando en la producción del daño ha intervenido una cosa que presenta un riesgo o vicio el dueño o guardián responde de manera objetiva. La culpa, la negligencia o la falta de previsión no constituyen elementos exigidos por el art. 1113 del Código Civil para realizar la imputación: aun cuando probase su falta de culpa ello carece de incidencia para levantar su responsabilidad, porque deben acreditar la concurrencia del supuesto previsto en el final de la segunda parte del segundo párrafo de la norma del artículo citado”. Dice también que “la responsabilidad por riesgo es ajena a la idea de culpa, teniendo un fundamento objetivo. Ello así, el dueño o guardián no puede invocar para eludir su responsabilidad, que de su parte no medió culpa, pues ese recaudo es indiferente a ese fin”.
Esta pequeña reseña jurisprudencial muestra el modo en que nuestros tribunales han hecho aplicación amplia e integradora de las herramientas brindadas por el Código Civil para la defensa del Ambiente.
2. Distribución del poder de policía ambiental entre la Nación y las provincias.
Se ha debatido mucho con respecto a la distribución del poder de policía en materia ambiental entre la Nación y las provincias. Por un lado se afirma que por el art. 121 de la Constitución Nacional las provincias conservan todo el poder no delegado por ellas al gobierno federal, y que no existe delegación expresa de facultades en materia ambiental. Recurriendo a los principios generales, la división de competencias entre la Nación y las provincias que surge de la aplicación del artículo 121 de la Constitución hace que cada provincia conserve todo el poder no delegado a la Nación. Es decir que ésta posee una competencia de excepción, ya que ella debe resultar de una delegación expresa, hecha a su favor por parte de las provincias; las cuales tienen una competencia general, conformada por todas las atribuciones remanentes, o sea, todas aquellas que no le han sido expresamente reconocidas a la Nación.
Por otra parte, se señala que por la interdependencia del ambiente y la movilidad de los factores degradantes, toda situación de deterioro puede llegar a comprometer los poderes concurrentes a “la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias”
[3] y “hacer legítimo y necesario su concurso con la posible exclusión de la autoridad local en caso de incompatibilidad”.[4]
De especial importancia es el ya citado art. 41 de la Constitución Nacional, el cual dispone en su tercer párrafo que “corresponde a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias, las necesarias para complementarlas, sin que aquéllas alteren las jurisdicciones locales”. Esta norma es de significativa trascendencia en orden a los poderes de policía concurrentes entre la Nación y las provincias, en el ejercicio de las facultades que les compete en sus respectivas jurisdicciones para proteger la calidad de vida de los habitantes.
Según Bustamante Alsina este párrafo del art. 41 de la Constitución Nacional pone fin al acuciante problema de las competencias en el ejercicio del poder de policía ambiental que se daba antes de la reforma constitucional de 1994, ya que el mismo establece que corresponderá a la Nación dictar las normas legales necesarias para la tutela del ambiente en toda la República, que contengan los presupuestos mínimos de protección, y concurrentemente las provincias deberán dictar las disposiciones necesarias para complementarlas, sin que aquellas alteren las jurisdicciones locales, lo cual significa que las infracciones administrativas a las normas de seguridad preventivas, así como las violaciones a las normas de fondo que dicte el gobierno nacional serán juzgadas en la respectivas jurisdicciones locales donde se hubiesen cometido las faltas o los ilícitos ambientales.
[5]
En el mismo sentido, Sabsay opina que esta disposición “trata de encontrar una solución a través de una atribución de competencias en función de un criterio de magnitud o de trascendencia. Para la Nación los contenidos mínimos, que pueden entenderse como las pautas básicas; la competencia remanente queda a cargo de las provincias”.
[6] El autor destaca un fallo de la Corte Suprema[7] que aporta cierta claridad en relación con el problema del deslinde de competencias. En dicha sentencia el máximo tribunal señaló que “corresponde reconocer en las autoridades locales la facultad de aplicar los criterios de protección ambiental que consideren conducentes para el bienestar de la comunidad para la que gobiernan, como asimismo valorar y juzgar si los actos que llevan a cabo sus autoridades, en ejercicio de poderes propios, afectan el bienestar perseguido”. Agregando que “tal conclusión cabe extraerla de la propia Constitución, la que, si bien establece que le cabe a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección, reconoce expresamente las jurisdicciones locales en la materia, las que no pueden ser alteradas”.
En este fallo el alto tribunal también observa que “el respeto de las autonomías provinciales requiere que se reserve a sus jueces el conocimiento de las causas que en lo sustancial versen sobre aspectos del derecho provincial”. Y para concluir la cuestión la Corte considera que “la solución propuesta tiene respaldo en el respeto de las autonomías provinciales”.
3. Daño ambiental transfronterizo entre provincias. Planteo del problema.
Como ya se ha señalado, las provincias han delegado en favor de la Nación la determinación de los "presupuestos mínimos" para la protección ambiental, los cuales deberán aplicarse necesariamente en relación con el uso de los recursos naturales, bajo la condición de que su ejercicio no importe un vaciamiento del dominio que tienen las provincias sobre esos mismos recursos. Es decir, la Constitución Nacional, si bien establece que le cabe a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección en materia ambiental, reconoce expresamente las jurisdicciones locales en la materia, las cuales no pueden ser alteradas.
El problema que se plantea en este trabajo, es qué sucede cuando se produce un daño ambiental transfronterizo entre provincias: si la Constitución otorga a cada provincia la facultad de legislar en materia ambiental y reconoce expresamente las jurisdicciones locales en la materia, el problema en este caso será determinar qué jurisdicción, qué principios y qué legislación deberá utilizarse en el caso de un daño al ambiente en una provincia producido por otra, o por un agente que actúe en otra.
3. a. Jurisdicción. La competencia originaria de la Corte Suprema.
Conforme el artículo 117 de la Constitución Nacional, las causas entre dos o más provincias son de competencia originaria de la Corte Suprema de Justicia, excepto las que se refieren a límites interprovinciales, que deben ser resueltas por el Congreso. La competencia originaria y exclusiva otorga sólo a la Corte Suprema el conocimiento, tramitación y decisión del asunto, sin que ningún otro tribunal pueda intervenir anteriormente. Se establece un sistema judicial de instancia única, reservado a los asuntos taxativamente enumerados por la norma.
Además el art. 124 de la Constitución Nacional señala que “ninguna provincia puede declarar ni hacer la guerra a otra provincia. Sus quejas deben ser sometidas a la Corte Suprema de Justicia y dirimidas por ella. Sus hostilidades de hecho son actos de guerra civil, calificados de sedición o asonada, que el Gobierno Federal debe sofocar y reprimir conforme a la ley”.
Con fundamento en este artículo, la Corte Suprema ha aceptado su jurisdicción originaria en el caso “La Pampa, Provincia de c/ Mendoza, Provincia de s/acción posesoria de aguas y regulación de usos”,
[8] de fecha 1987, sentando uno de los principales precedentes jurisprudenciales en la materia.
3. b. El caso “La Pampa contra Mendoza”. Disposiciones aplicables en un litigio interprovincial.
Hechos del caso.
La provincia de La Pampa inicia demanda contra la de Mendoza a fin de que se la condene a no turbar la posesión que ejerce y le atañe sobre las aguas públicas interjurisdiccionales que integran la subcuenca del río Atuel y sus afluentes, a cumplir lo dispuesto en la resolución 50/49 de Agua y Energía Eléctrica y para que se reglen los usos en forma compartida entre ambas provincias. Señala que se realizaron un sinnúmero de gestiones, tanto privadas como públicas, para recuperar el recurso y, entre las primeras, las que trajeron aparejado el dictado de la resolución 50/49 de Agua y Energía Eléctrica que disponía sueltas periódicas de agua hacia el territorio pampeano y que, pese a los reclamos que efectuaron tanto las autoridades como las fuerzas vivas provinciales, nunca llegó a cumplirse. La provincia de La Pampa describe las consecuencias del cese de los escurrimientos en su territorio y recuerda cómo la “extraordinaria irrigación de la zona había dado vigor a todo el oeste pampeano”, lo que se vio afectado por los aprovechamientos inconsultos y la construcción del dique El Nihuil con el consiguiente retraimiento demográfico y económico. Afirmando finalmente, que “Mendoza ha abusado de su derecho, que en forma irracional y deficiente utiliza las aguas del río Atuel y que nunca ha respetado los principios de buena fe y que hacen a las buenas costumbres entre los vecinos”.
La provincia de Mendoza, por su parte, afirma que el río pierde su condición de tal aguas debajo de la localidad de Carmensa, toda vez que no mantiene su perennidad. Hace particular mención a la ley nacional 12.650 y el contrato celebrado con el gobierno federal el 17 de junio de 1941, atribuyendo a este último la decisión política de afianzar el desarrollo del sur mendocino, aún a sabiendas de que ello significaba privar de agua al territorio de La Pampa.
Sostiene Mendoza que la ley, y el consiguiente contrato, celebrado por el gobierno federal entonces administrador del territorio de La Pampa, obliga a esta provincia por los efectos del principio que rige la sucesión entre Estados en el derecho internacional. Afirma que “la provincia que se constituye sobre la base de lo que era hasta entonces un territorio nacional adquiere su territorio y sus recursos en las condiciones en que se encontraban”, señalando que “La Pampa no puede impugnar, ni desconocer, ni incumplir un contrato que, celebrado por el estado federal bajo cuya jurisdicción exclusiva se hallaba su territorio a esa fecha (1941), afectó un río que acaso sería interjurisdiccional. Señala además que la circunstancia de que el Poder Ejecutivo Nacional “estaba avisado, al firmar el contrato del 17 de junio de 1941, de que al construirse el dique del Nihuil no llegaría – sino excepcionalmente – más agua a La Pampa reafirma la aplicabilidad actual a La Pampa de las estipulaciones de dicho contrato”.
Rechaza además la procedencia de la acción posesoria intentada, toda vez que el Código Civil es inaplicable al litigio por las razones que invoca, entre ellas, las vinculadas al carácter de una demanda iniciada ante la Corte Suprema sobre la base de lo dispuesto en el artículo 109 de la Constitución. Finalmente, se refiere a los principios de la distribución equitativa y razonable de las aguas en las cuencas interjurisdiccionales para destacar la prevalencia en el derecho internacional de las normas contractuales.
En primer lugar, descartando las defensas de la demandada, la Corte reconoce el carácter interprovincial de la cuenca hidrográfica del Atuel. Decidido lo anterior, la Corte analiza la defensa de la demandada basada en la significación que atribuye al convenio que celebró con la Nación en el año 1941 y a la ley 12.650 que, según Mendoza, obligan a la provincia de La Pampa, sucesora del Estado Nacional, por entonces autoridad territorial.
A juicio de la Provincia de Mendoza, al encontrarse La Pampa en condición de territorio, y no ser una entidad política autónoma sino sólo una circunscripción administrativa del Estado Federal, éste podía disponer del río como lo hizo. Señala que “cuando La Pampa adquirió el status de provincia en 1951, se encontró sometida a las condiciones preexistentes y no podía pretender mejores derechos que los del Estado Federal al que pertenecía su territorio hasta ese momento. Afirma por lo tanto que se configuró un caso de sucesión de Estados que, si bien es propio del derecho internacional público, contiene elementos que se vuelven aplicables cuando, dentro de un Estado Federal, se forma una provincia con territorio que hasta entonces estaba sujeto a aquella jurisdicción”.
La Corte Suprema, luego de una extensa reseña de jurisprudencia norteamericana referida al tema, extrae las siguiente conclusiones: a) que el gobierno federal ejerce una autoridad plena durante el período territorial; b) que, en general, sus actos obligan a los nuevos Estados que se constituyan; c) que durante aquel lapso puede disponer libremente de ciertos bienes como las tierras fiscales, cuya colonización y explotación sería uno de sus objetivos de gobierno; d) que, en cambio, el poder de disposición o de efectuar concesiones aparece seriamente limitado si se trata de otros, como los recursos naturales afectados al uso y goce público, y por lo tanto asimilable a nuestros bienes de dominio público, con relación a los cuales sólo es reconocido si se lo ejerce para satisfacer los fines tenidos en vista para la creación del territorio y si surge de una clara e inequívoca manifestación de voluntad; y 5) que, salvo esta última circunstancia, los nuevos Estados acceden con plenitud al dominio de estos bienes existentes en su territorio.
Por lo expuesto, la Corte Suprema afirma que “la experiencia histórica de los Estados Unidos revela que las amplias atribuciones del legislador nacional le permitieron disponer, para el cumplimiento de los propósitos de colonización y desarrollo de los territorios, de las tierras afectadas a ese fin […] En cambio, los bienes como los lechos de los ríos navegables, considerados vías de comunicación públicas y, por lo tanto, afectados al uso y goce general, sólo podían ser objeto de disposición o concesión si contemplaban el interés del futuro Estado, sometido, por entonces, a la dependencia de la autoridad nacional. Esto resultaba compatible con el carácter de su administración temporaria, ejercida, como invariablemente lo sostuvo la jurisprudencia, in trust for the future states (152 U.S., 1 y otros) y la naturaleza de ciertos recursos naturales que presentan las características que en nuestro régimen legal definen a los bienes del dominio público”.
Debe entonces la Corte resolver si esa disposición atendió a los fines que justificaron la creación del territorio y que la legislación del gobierno federal debió contemplar.
[9] Al respecto, se concluye que “tanto las autoridades nacionales como las provinciales y, en particular, los integrantes del Congreso de la Nación que intervinieron en la preparación y discusión de la que sería la ley 12.650, para nada contemplaron la hipótesis de que el río Atuel conformara un recurso compartido entre la provincia de Mendoza y el Gobierno Federal como autoridad que era por entonces en el territorio de La Pampa. En esas intervenciones, como en los textos legales y administrativos atinentes, consideraron al río como interior de la provincia demandada, y la participación del gobierno federal resultó, en todo caso, encuadrada en el marco de las atribuciones del inc. 16 del art. 67 de la Constitución,[10] más que derivada del ejercicio de las facultades que le confería la legislación sancionada sobre la base del inc. 14 de esa cláusula constitucional.
Una vez decidida la interprovincialidad del río Atuel y descartado que el convenio entre el gobierno de Mendoza y el Estado Nacional tuviera efectos vinculantes respecto a la provincia de La Pampa, pasa la Corte a analizar el reclamo de esta última sobre la participación en el aprovechamiento de sus aguas, cuya regulación había solicitado mediante la invocación de las facultades que le acuerda el artículo 109 de la Constitución.
[11]
En su decisorio, la Corte señala que “los conflictos interestatales en el marco de un sistema federal asumen, cuando surten la competencia originaria de la Corte en el marco del art. 109 de la Constitución, un carácter diverso al de otros casos en que participan las provincias y cuyo conocimiento también corresponde de manera originaria al Tribunal”. Estima que en estos casos, en principio, será aplicable al litigio el derecho constitucional nacional o comparado y el derecho internacional público.
Estas afirmaciones le son de utilidad para desechar la aplicación al presente caso de disposiciones del derecho privado como son, por ejemplo, la posesión y las acciones que la protegen, y los artículos 2645 y 2646 del Código Civil, que invoca, entre otras normas, la provincia de La Pampa para fundar su pretensión.
Conclusiones preliminares de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
El más alto tribunal señala que el principio del aprovechamiento equitativo ha recibido consagración en el derecho internacional, y se ha convertido en una norma de derecho consuetudinario. Este principio se traduce en el derecho de los Estados a una participación razonable y equitativa en los usos y beneficios de las aguas del curso de aguas internacionales. Para determinar lo que constituye un uso “equitativo y razonable” la Corte apela a los principios mencionados en la reunión de la International Law Association, celebrada en Dubrovnik, Yugoslavia, en 1956. Allí se asignó relevancia a: 1) el derecho de cada Estado a un uso razonable del agua; 2) el grado de dependencia de cada Estado respecto de ese recurso; 3) los beneficios comparativos que, en lo social y económico, obtiene cada uno de ellos; 4) la existencia de acuerdos preexistentes; y 5) la utilización previa del recurso.
Más adelante, acudiendo a las reglas de Helsinki (art. VII), señala que: “A un estado de la cuenca no se le puede negar, con el fin de reservar el aprovechamiento futuro de dichas aguas a favor de un estado corribereño, el uso razonable que en el presente hace de las aguas de una cuenca hidrográfica”.
También afirma que “la armonización de los derechos respectivos a una distribución equitativa, necesita para su efectiva realización de la cooperación de buena fe de los Estados cursos de agua” y señala que esta postura fue expresada por: a) el relator especial de la C.D.I., en el Tercer Informe sobre el Derecho de los Usos de los Cursos de Aguas Internacional para Fines Distintos de la Navegación; b) el Tribunal Arbitral en el asunto del Lago Lanoux; c) la Corte Internacional de Justicia en los casos de la “Plataforma Continental del Mar del Norte” (República Federal de Alemania c/ Países Bajos y República Federal de Alemania c/ Dinamarca),
[12] y en el “Caso de la Competencia en materia de Pesquerías” (Reino Unido c/ Islandia -fondo- ).[13]
En cuanto a la cooperación, la Corte expresa que ésta “debe procurarse a través de negociaciones que, para cada caso concreto, precise cuál es la participación equitativa y razonable a que tiene derecho cada Estado y, de ser conveniente, determine cuáles han de ser los mecanismos o procedimientos adecuados para la administración y gestión del curso de agua. Agrega que “la negociación ha de reflejar buena voluntad y no ha de encubrir una mera formalidad”. Cita en ese sentido a la Corte Permanente de Justicia Internacional en el “Caso del Tráfico ferroviario entre Lituania y Polonia”, donde se indicó que dicha obligación, la de negociar, consiste “…no sólo en entablar negociaciones, sino también en proseguir éstas lo más lejos posible con miras a concertar acuerdos, aun cuando la obligación de negociar no implica la de llegar a un acuerdo”.
[14]
Siguiendo con la definición del carácter que debe tener la negociación, señala que según el Tribunal Arbitral en el “Caso del Lago Lanoux”, ésta (la negociación) “…no podría reducirse a exigencias puramente formales, como la de tomar nota de las reclamaciones, protestas o disculpas presentadas por el Estado del curso inferior”. Dice además, que “esta obligación de negociar ha de ser considerada a los fines de la regulación del río Atuel”.
Como conclusión, la Corte indica que “los razonamientos precedentes llevan al Tribunal a la convicción de que para resolver la presente causa en el aspecto referente a la utilización de las aguas del río Atuel es menester tomar en consideración las normas que pueden ser asumidas como costumbre en el derecho internacional, los principios vertidos en diversas convenciones, resoluciones y declaraciones internacionales que traducen un consenso generalizado de la comunidad internacional y los propios criterios de nuestro país, reflejados normativamente, en cuanto presuponen el carácter de recurso natural compartido de los cursos de agua internacionales y afirman el concepto de una participación equitativa y razonable”. Agregando que “estos principios, aplicables por directa analogía a los cursos de agua interprovinciales, deben ser confrontados con las características que presenta en concreto el caso sub examine, sin excluir sus circunstancias procesales”.
El decisorio.
En ejercicio de la facultad que le confiere el art. 109 de la Constitución Nacional, el Tribunal decide:
1) declarar que el río Atuel es interprovincial y que el acuerdo celebrado entre el Estado Nacional y la provincia de Mendoza el 17 de junio de 1941 no tiene efecto vinculante para la provincia de La Pampa.
2) rechazar la acción posesoria promovida por la provincia de La Pampa y las pretensiones de que se de cumplimiento a la resolución 50/49 y que se regule la utilización en forma compartida entre ambas provincias de la cuenca del río Atuel y sus afluentes, siempre que la provincia de Mendoza mantenga sus usos consuntivos actuales aplicados sobre la superficie.
3) Exhortar a las partes a celebrar convenios tendientes a una participación razonable y equitativa en los usos futuros de las aguas del río Atuel, sobre la base de los principios generales y las pautas fijadas en los considerandos de la sentencia.
Como se ha podido visualizar en el desarrollo de este importante precedente, el máximo Tribunal de nuestro país estableció que las disposiciones del Código Civil son inaplicables en un litigio de carácter interprovincial e hizo uso de las reglas y principios del derecho internacional público relativos a la materia.
Quedan entonces respondidas dos de las preguntas planteadas en el punto anterior: a) respecto de la jurisdicción aplicable, se ha mostrado que ante un conflicto interprovincial corresponde otorgar la competencia originaria a la Corte Suprema de Justicia de la Nación en virtud de los artículos 117 y 124 de la Constitución Nacional y que este criterio ha sido aplicado por nuestro máximo tribunal en el caso de la provincia de La Pampa contra la provincia de Mendoza; b) respecto a los principios y la legislación aplicable en un conflicto interprovincial, se debe concordar con lo dispuesto por la Corte Suprema en el caso señalado, en cuanto establece que en un conflicto interprovincial el Código Civil es inaplicable y se debe recurrir al derecho constitucional nacional o comparado, y al derecho internacional público.
A continuación, se señalarán las principales disposiciones y principios del derecho internacional público en materia ambiental a la fecha. Luego del desarrollo del material teórico, se analizará de qué forma éstas pueden llegar a ser aplicadas en un conflicto ambiental entre provincias. La pregunta central a responder ahora es si se deben, o si se pueden, aplicar los criterios relativos a la responsabilidad internacional de los Estados por daño ambiental transfronterizo, a la responsabilidad de las provincias por daño ambiental interprovincial. Y de ser la respuesta fuera afirmativa, de qué forma se llevará a cabo esa labor.
4. El derecho internacional del ambiente.
4. a. Breve introducción.
La conciencia ambiental comienza a adquirir su dimensión universal cuando se dan los primeros pasos para expresarla institucionalmente, a través de conferencias y acuerdos internacionales. En 1968, la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió convocar a la Conferencia Mundial sobre Ambiente Humano, la cual tendría lugar en Estocolmo, en 1972.
[15] Este evento significó el punto de partida de la conciencia mundial para la protección y el mejoramiento del ambiente, y ha creado una estructura institucional flexible pero permanente,[16] transformándose en la base de todas las políticas ambientales futuras.[17]
Su adopción orientó la acción internacional durante los siguientes veinte años, y llevó particularmente a la elaboración de decenas de convenciones internacionales y a la creación de un órgano especial para la protección ambiental: el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). En la Conferencia, los Estados miembros adoptaron el principio de “que todos tenemos derecho a gozar de un ambiente sano”, y también se destacó la realidad del derecho internacional como régimen de soberanía de cada país. En este sentido, el Principio 21 estableció que “los países tienen...el derecho soberano de explotar sus propios recursos adhiriéndose a su legislación nacional, y asimismo la responsabilidad de asegurar que las actividades dentro de su jurisdicción o control no causen daño al ambiente de otros países o áreas más allá de los límites de su jurisdicción nacional". Además de la obligación de controlar las actividades dentro de su respectivo territorio, la Declaración determinó que “los países también deberán cooperar en el desarrollo del derecho internacional con respecto a la punibilidad y compensación a las victimas por la contaminación y otros daños causados por actividades ocurridas dentro de su jurisdicción o fuera de ella”.
Veinte años más tarde, se llevó a cabo en Río de Janeiro la Conferencia de las Naciones Unidas sobre medio ambiente y desarrollo (UNCED).
[18] En ella se adoptaron tres instrumentos no vinculantes: la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo, una afirmación de Principios sobre Bosques y la llamada Agenda 21. Asimismo, dos tratados negociados con anterioridad, fueron abiertos para la firma: la Convención sobre Diversidad Biológica y el Convenio Marco sobre Cambio Climático.
El núcleo de la Declaración está formado por los arts. 3° y 4°: el primero trae un principio de equidad generacional y el segundo establece la indivisibilidad de desarrollo y protección del ambiente, de tal forma que el desarrollo esté condicionado a la protección del medio.
[19]
4. b. Principios del derecho internacional del ambiente.
El derecho de protección internacional del medio ambiente es muy nuevo, y en general, son pocos los principios que sean “duros”, o bien que estén establecidos en la costumbre.
[20] Sin embargo, existe un cierto número de principios emergentes que tal vez se consagren, en un tiempo relativamente breve, como una nueva costumbre internacional. Una nueva costumbre puede surgir en un tiempo relativamente corto, siempre y cuando sea aplicada uniformemente y con cierta intensidad. En palabras de la Corte Internacional de Justicia, en su sentencia en los Casos de la plataforma continental del Mar del Norte, “el hecho de que no haya transcurrido más que un breve período de tiempo no constituye necesariamente en sí mismo un impedimento para la formación de una nueva norma de Derecho Internacional consuetudinario surgida de una norma de origen puramente convencional […]”.[21]
Entre los más importantes principios, mencionamos los siguientes:
Principio de desarrollo sustentable.
El principio de desarrollo sustentable hace referencia a la necesidad del desarrollo de los países de manera compatible con el ambiente. Según la clásica definición contenida en el informe Nuestro Futuro Común,
[22] este principio se refiere al desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades. Este paradigma debería ser aceptado como el principio guía para el comercio internacional y el desarrollo en el mundo.
Este principio intenta compatibilizar la promoción del desarrollo económico con la protección del ambiente. Los problemas económicos y ecológicos son interdependientes, por lo tanto, deben considerarse como una unidad desde el comienzo del proceso de toma decisiones.
[23]
Principio de cooperación.
Este principio establece el deber general de los Estados de cuidar y proteger el ambiente, postulando la cooperación internacional para tal propósito. En un plano general, el principio de cooperación internacional conlleva a promover la firma de tratados y otros instrumentos internacionales sobre el cuidado y la protección del ambiente, el deber de intercambiar información relevante, de promover la investigación científica y tecnológica, el procurar asistencia técnica y financiera a los países necesitados, y el establecimiento de programas de vigilancia y evaluación ambiental.
Una manifestación de este principio de cooperación, en lo referido al deber que tienen los Estados de informar a otros acerca de riegos ambientales, se puede hallar en el Caso del Canal de Corfú
[24]. Los hechos del caso son, de manera abreviada, los siguientes: el 22 de octubre de 1946, dos cruceros y dos destructores británicos, procedentes del sur, entraron en el Estrecho septentrional de Corfú. El canal que seguían, que se hallaba en aguas albanesas, estaba considerado como seguro: había sido limpiado de minas en 1944 y verificado en 1945. Uno de los destructores, el Saumarez, cuando se hallaba a la altura de Saranda, chocó con una mina y resultó gravemente averiado. El otro destructor, el Balaje, fue enviado en su socorro y, mientras lo remolcaba, chocó con otra mina y sufrió también graves daños. Cuarenta y cinco oficiales y marineros británicos murieron y otros cuarenta y dos resultaron heridos. En su fallo, la Corte Internacional de Justicia declaró, por once votos contra cinco, que Albania era responsable. Concluyó la Corte que el tendido del campo de minas no pudo haberse efectuado sin el conocimiento de Albania, y que por ello debió haber notificado a los navegantes y, en particular, advertir del peligro a que se exponían a los buques que cruzaban el estrecho.
Siguiendo a Shaw, el incremento del ámbito de práctica de los Estados en lo referido al tema, ha llevado a la Comisión de Derecho Internacional a señalar que una regla de derecho consuetudinario internacional ha emergido en el principio de que los Estados están obligados a proporcionar información acerca de una nueva o creciente contaminación a aquellos que son potenciales víctimas.
[25]
La exigencia concreta de cooperación en materia ambiental ha sido recogida en numerosos textos internacionales. Por ejemplo, el Principio 22 de la Declaración de Estocolmo establece que “los Estados deben cooperar para continuar desarrollando el derecho internacional en lo que se refiere a la responsabilidad y a la indemnización a las víctimas de la contaminación [...]”. Asimismo, en la Declaración de Río de 1992 se afirma la obligación expresa de los Estados de cooperar para el logro del desarrollo sostenible en un marco de responsabilidades comunes para el cuidado del ambiente.
En el marco de este principio, se hallan también las obligaciones de información o de consulta previa a la iniciación de actividades susceptibles de infligir daños sobre el ambiente más allá de las fronteras nacionales, las cuales están contempladas en los principios 18 y 19 de la Declaración de Río.
En opinión de Gutiérrez Espada,
[26] “parece aceptada ya la existencia de una norma general en cuya virtud los Estados tienen la obligación de mantener un intercambio regular de información acerca de sus actividades que pueda provocar efectos ambientales transfronterizos adversos con los Estados que puedan resultar afectados, así como llevar a cabo con ellos consultas en una fecha temprana y de buena fe”. Lo mismo ocurre con la obligación de notificar inmediatamente a otros de los desastres naturales u otras situaciones de emergencia que puedan producir efectos nocivos sobre el ambiente de esos Estados. El autor señala que la inclusión del principio en numerosos tratados bi o multilaterales, la afirmación de su valor jurídico en numerosas intervenciones estatales en los más diversos foros internacionales y la opinión mayoritaria de la doctrina más moderna, hace posible entender que la Declaración de Río en sus principios 18 y 19 recoge normas no escritas preexistentes a su adopción.
Derecho a participación ciudadana.
Los elementos constituyentes de este principio son, entre otros, el derecho a la información en materia de ambiental, el derecho a participar en los procesos de adopción de decisiones relativas al ambiente y el derecho de acceso a la justicia en condiciones no discriminatorias. En efecto, se atiende a la libertad de acceso a la información sobre el ambiente, es decir, que los Estados brinden dicha información a disposición de cualquier persona que lo solicite expresamente. El Principio 10 de la Declaración de Río establece al respecto que “el mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda. En el plano nacional, toda persona deberá tener acceso adecuado a la información sobre el ambiente de que dispongan las autoridades públicas, incluida la información sobre los materiales y las actividades que encierran peligro en sus comunidades, así como la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones. Los Estados deberán facilitar y fomentar la sensibilización y la participación de la población poniendo la información a disposición de todos. Deberá proporcionarse acceso efectivo a los procedimientos judiciales y administrativos, entre éstos el resarcimiento de daños y los recursos pertinentes”.
Principio de precaución.
Este principio ha sido llamado también “principio de acción precautoria”, y ha quedado consagrado en la Declaración de Río, en cuanto se exige a los Estados la aplicación amplia del criterio de precaución, conforme con sus capacidades. De acuerdo a ello, este principio exige que se adopten las medidas que sean necesarias para conjurar los peligros de daño grave e irreversible, incluso ante la falta de certeza científica. La falta de demostración científica no implica una actitud permisiva de las actividades lesivas para el ambiente, ni justifica una actitud pasiva de los Estados.
La Corte Internacional de Justicia, ha tenido la oportunidad de expedirse acerca de este principio en el caso del Proyecto Gabcíkovo – Nagymaros
[27], que dada su relevancia será comentado a continuación:
En 1977, Hungría y la por ese entonces Checoslovaquia (ahora Eslovaquia) firmaron un Tratado para la Construcción y Operación del Sistema de Exclusas de Gabcikovo-Nagymaros, a lo largo del río Danubio. Las obras iniciaron conjuntamente en 1978, sin embargo, debido a presiones internas, el gobierno húngaro decidió abandonar los trabajos en Nagymaros en octubre de 1989, aduciendo razones económicas y ambientales. Checoslovaquia protestó inmediatamente, y ante el fracaso de las negociaciones, en julio de 1993 se instauró un proceso ante la Corte Internacional de Justicia. En 1991, Checoslovaquia había comenzado a desarrollar una solución alternativa (Variante C), que incluía una derivación del Danubio en su territorio y la construcción de una presa y otras obras conexas. En respuesta, Hungría reclamó que su acceso al agua del Danubio se vería afectada por la Variante C, y dio por terminado el Tratado de 1977.
El río Danubio y sus afluentes, como recursos naturales, fueron elementos centrales en este litigio. Hungría sostenía que un estado de necesidad ambiental justificaba su decisión de suspender y abandonar las obras acordadas en el Tratado. Eslovaquia negó dicho Estado de cosas, y enfatizó que los únicos fundamentos para suspender y terminar un tratado se encuentran en los artículos 60 al 62 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, los cuales no incluyen la “necesidad ambiental”.
Estas posturas fueron percibidas como un choque entre el derecho clásicode los tratados y las normas en desarrollo del derecho ambiental internacional y de la responsabilidad del Estado.
En su pronunciamiento, la Corte concluyó que Hungría no tenía el derecho de suspender y luego a abandonar los trabajos relativos a Nagymaros ni a la parte de Gabcíkovo de la que era responsable. Por su parte, si bien Checoslovaquia tenía derecho de recurrir en 1991 a la solución provisoria, no tenía en cambio el derecho de ponerla en marcha. La notificación por parte de Hungría a Checoslovaquia de ponerle fin al tratado de 1977 no tuvo ese efecto jurídico.
Por ello, salvo que las partes dispusieren otra cosa, deberían constituir un régimen operacional conjunto conforme al citado tratado. Las partes se deben indemnizaciones recíprocas, ya que han cometido actos ilícitos cruzados, por lo que la Corte observó que la cuestión de la indemnización podría ser resuelta de forma satisfactoria si renunciasen a todas las demandas y contrademandas de orden financiero, o las anularan. La Corte dispuso que las partes deberían realizar negociaciones para acordar la forma de instrumentación del fallo.
En cuanto al tema ambiental, más concretamente lo referido a la figura del “estado de necesidad ecológica”, planteada por Hungría, ésta no fue reconocida por la Corte.
Maljean - Dubois,
[28] señala que “es positivo que la Corte admita que los peligros previstos por el estado de necesidad puedan constituirse como tales a largo plazo, ya que los peligros ambientales generalmente tienen tales características. Sin embargo, al ser tan exigente la Corte con el estado de certeza requerido, le quita valor a ese reconocimiento, pues si bien los daños pueden ser inciertos, son frecuentemente irreversibles.” Además, opina que esta omisión de la Corte puede deberse a que, posiblemente, todavía se halla en discusión la naturaleza del principio, pues parecería que aún no ha alcanzado el punto de cristalización necesario para formar una costumbre internacional.
En otra oportunidad, la Corte Internacional de Justicia también hizo referencia al principio de precaución. El Juez Weeramantry, en su opinión disidente en el “Asunto referido a la demanda para el examen de la situación de acuerdo con el parágrafo 63 del fallo de la Corte del 20 de diciembre de 1974 en el caso de los ensayos nucleares y nueva demanda solicitando medidas precautorias”,
[29] lo describió como un principio que está incrementando consenso como parte del derecho internacional del ambiente. El Juez Weeramantry hizo alusión a que, en ese tipo de supuestos, la prueba de que el acto incriminado no producirá daño al ambiente, le corresponde al Estado autor del mismo.
Esta propuesta de invertir la carga de la prueba, de manera tal que sea el Estado acusado quien deba demostrar que su acción no causará un daño al ambiente es de fundamental importancia, ya que en muchos casos la dificultad para la producción de pruebas para demostrar la irreversibilidad del daño y el nivel de certeza exigidos, pueden ser de un grado tan alto que tornen ilusoria la vigencia del principio de precaución.
Lamentablemente, como ya ha sido señalado, en el caso Gabcíkovo – Nagymaros, se le dio un golpe a este principio, al sostenerse que los peligros invocados por Hungría, sin perjuicio de su gravedad eventual, no estaban en 1989 ni suficientemente establecidos ni eran inminentes, y que ese país disponía en esa época de otros medios distintos a la suspensión y el abandono de los trabajos a su cargo. Es por este motivo que algunos autores consideran que el principio de precaución no tiene todavía el carácter de una obligación jurídica fuera de los casos convencionales en los que se le ha otorgado tal carácter.
La evaluación del impacto ambiental y el principio de “quien contamina paga”.
El impacto ambiental puede ser definido como toda modificación producida por factores artificiales o naturales que sufre el ambiente. Se conoce como evaluación del impacto ambiental al procedimiento previsto para estudiar, interpretar, identificar y prevenir las consecuencias perjudiciales que determinados proyectos o acciones puedan causar al ambiente. Comprende varias etapas: una de estudio, una de evaluación y una de declaración.
La etapa de estudio, es la que reúne un conjunto de actividades técnicas y científicas destinadas a identificar y predecir los impactos ambientales. “Es el instrumento que permite ordenar el análisis público en torno a elementos científica y técnicamente presentados para proyectos de gran envergadura. Su objetivo es asegurar la presentación documentada de la información y la veracidad de los diagnósticos, las predicciones y las recomendaciones sobre los cursos de acción y decisiones sobre el proyecto”.
[30]
La epata de evaluación del impacto ambiental, propiamente dicha, se relaciona con el procedimiento administrativo al cual se le incorporan elementos técnicos y científicos, con el fin de interpretar los resultados de la fase de estudio. En esta etapa se pretende no sólo predecir los impactos ambientales, sino también encontrar la manera de reducir aquellos que resultan inaceptables.
Finalmente, la declaración de impacto ambiental es el documento elaborado por la autoridad de aplicación, en el cual queda reflejada la conveniencia o no de llevar a cabo las actividades bajo estudio. Es un dictamen administrativo, que incluye recomendaciones sobre los cursos de acción y decisiones a tomar, con efectos jurídicos, los cuales son variables de acuerdo al régimen jurídico en el que sea aplicado.
La evaluación del impacto ambiental ha sido definida como “un proceso por el cual una acción que debe ser aprobada por la autoridad pública y que puede dar lugar a efectos negativos para el medio, se somete a una evaluación sistemática cuyos resultados son tenidos en cuenta por la autoridad competente para conceder o no su aprobación.”
[31] El principio de evaluación de impacto ambiental se incluyó en la Carta Mundial de la Naturaleza de 1982, en la cual se afirma que “... las actividades que puedan perturbar la naturaleza serán precedidas de una evaluación de las consecuencias y se realizarán con suficiente antelación de desarrollo sobre la naturaleza...”. A su vez, el Principio 17 de la Declaración de Río señala que “deberá emprenderse una evaluación del impacto ambiental, en calidad de instrumento nacional, respecto de cualquier actividad propuesta que probablemente haya de producir un impacto negativo considerable en el medio ambiente y que esté sujeta a la decisión de una autoridad nacional competente”.
La Corte Internacional de Justicia también ha tenido oportunidad de referirse a este tema. En el “Asunto referido a la demanda para el examen de la situación de acuerdo con el parágrafo 63 del fallo de la Corte del 20 de diciembre de 1974 en el caso de los ensayos nucleares y nueva demanda solicitando medidas precautorias” (Nueva Zelanda c/ Francia), el Juez Palmer señaló que, en su criterio, posiblemente se ha creado consuetudinariamente una norma que exige la evaluación del impacto ambiental, cuando las actividades implican el riesgo de tener efectos sensibles sobre el ambiente.
Por su parte, en su voto disidente, el Juez Weeramantry encontró en el caso bajo examen que se había afectado el principio de la necesidad de realizar una evaluación del impacto ambiental, opinando que ese principio debía prima facie ser aplicado, de acuerdo con el estado actual del derecho internacional del ambiente.
4. c. El Principio 21: un “principio de principios”.
El Principio 21 de la Declaración de Estocolmo dice: “De conformidad con la Carta de las Naciones Unidas y con los principios del derecho internacional, los Estados tienen el derecho soberano de explotar sus propios recursos en aplicación de su propia política ambiental, y la obligación de asegurar que las actividades que se llevan a cabo dentro de su jurisdicción o bajo su control no perjudiquen al medio de otros Estados o de zonas situadas fuera de toda jurisdicción nacional.”
El derecho internacional general reconoce que los Estados, como consecuencia de sus derechos soberanos, tienen el derecho de ejercer en forma exclusiva el conjunto de jurisdicciones sobre el territorio que les pertenece. Ahora bien, este derecho trae consigo la correlativa obligación de no causar perjuicios a otros Estados, ni a sus personas ni bienes, lo cual significa que la utilización del propio territorio debe ser inocua para el medio ambiente de terceros Estados o de espacios no sujetos a jurisdicción nacional”.
[32]
El Principio 21 cabe dentro del principio jurídico tradicional enunciado por la máxima latina sic utere ut alienum non laedas. Según éste, los Estados deben actuar de tal modo que por ellos o por personas bajo su jurisdicción o control, no se realicen actividades que causen daños “apreciables”, ambientales u otros, por encima de las fronteras de terceros Estados, bien directamente, bien indirectamente en la persona o bienes de sus súbditos. Se trata de un principio que impone obligaciones de obrar con diligencia para prevenir los daños a terceros. Paralelamente, todo Estado tiene derecho a no sufrir en su territorio daños, ambientales u otros, derivados de actividades realizadas bajo la soberanía, jurisdicción o control de otros. Como señala Barboza,
[33] este principio constituye un límite a la libertad de los Estados, que consiste en no perjudicar el medio ambiente de otros como resultado de las actividades realizadas dentro del ámbito de su jurisdicción. Esta limitación está basada también en el principio de soberanía. Según el citado autor, la “soberanía territorial es dual: afirma la libertad de acción en el propio territorio pero rechaza todo efecto perjudicial venido de afuera. Uno y otro deben hacerse compatibles y lo son en forma de un compromiso: el del uso inofensivo del territorio”.
En el “Caso de las Islas de Palmas”, se hizo notar que el concepto de soberanía territorial había incorporado una obligación de proteger dentro del territorio los derechos de otros Estados.
[34] Este principio, que procede del derecho internacional de la vecindad, al ser aplicado en materia ambiental ha ampliado su contenido, prohibiendo los actos de contaminación transfronteriza cuando causen daños “apreciables”, no sólo a terceros Estados, sino más en general a áreas “comunes” situadas más allá de toda jurisdicción nacional. Se trata, en este caso, de una obligación frente a la comunidad internacional en cuanto tal.
A favor de la vigencia de este principio en el terreno de los daños transfronterizos, Diez de Velasco
[35] cita algunos precedentes jurisprudenciales relativos a daños a Estados vecinos.
En primer lugar, el Laudo en el asunto del “Trail Smelter”, en el que el tribunal de arbitraje inter alia afirmó: “[…] Según los principios del derecho internacional, igual que según el derecho de los Estados Unidos, ningún Estado tiene derecho a usar o permitir que se use su territorio de modo que se causen daños por humos en o al territorio de otro o a la propiedad de las personas que allí se encuentren, cuando se trata de un supuesto de consecuencias graves y el daño quede establecido por medio de una prueba clara y convincente.”
Según el autor, esta sentencia apuntó a ulteriores desarrollos jurídicos puesto que, por un lado, ordenó a la factoría canadiense responsable de la emisión de los humos transfronterizos contaminantes abstenerse de causar daños en el futuro aplicando las medidas preventivas necesarias y, por otro lado, estableció un régimen para el control futuro de las posibles emisiones, incluyendo la creación de una comisión internacional competente para adoptar decisiones vinculantes al respecto.
El otro precedente citado es la sentencia del Tribunal Internacional de Justicia en el “Asunto del Canal de Corfú”, que ya ha sido comentado ut supra, en el cual dicho tribunal afirmó la vigencia de “[…] la obligación de todo Estado de no permitir a sabiendas que su territorio sea usado para realizar actos contrarios a los derechos de otros Estados.”
Muchos autores han señalado al Principio 21 de la Declaración de Estocolmo como la “regla de oro” en materia de protección internacional del ambiente, ya que constituye el fundamento general de la prohibición de la contaminación transfronteriza. Por su parte, la Corte Internacional de Justicia ha tenido oportunidad de expresar que “la existencia de la obligación general de los Estados de asegurar que las actividades dentro de su jurisdicción o control respeten el medio ambiente de otros Estados o de áreas más allá del control nacional forma ahora parte del corpus del derecho internacional relativo al medio ambiente.”
[36]
5. a. Responsabilidad internacional de los Estados.
La responsabilidad ambiental internacional es una especie de la responsabilidad internacional del derecho internacional general, es deci,r dentro de la responsabilidad internacional de los Estados por hechos, acciones u omisiones de los Estados, que produzcan efectos jurídicos de carácter internacional.
El tema de la responsabilidad internacional de los Estados por daños ambientales y/o derivados de la contaminación, se enmarca dentro de la responsabilidad internacional tanto por actos ilícitos como por actos no prohibidos, lícitos.
Siguiendo a Confortti
[37], existen tres tipos de responsabilidad:
1. Responsabilidad por culpa: se da cuando el autor del ilícito lo ha cometido intencionalmente o al menos con negligencia, es decir, ha dejado de adoptar el comportamiento exigido para impedir el hecho doloso.
2. Responsabilidad objetiva relativa: se produce por efecto de la simple comisión del ilícito y que para sustraerse a la responsabilidad el autor debe invocar una causa de justificación que consista en un hecho ajeno a su voluntad que le haya hecho imposible respetar la norma (fuerza mayor, etc.). En este tipo de responsabilidad existe un desplazamiento de la obligación de probar que se traslada de la víctima al autor del ilícito. Es decir, que para exonerarse de la responsabilidad el autor del daño debe probar que ha habido culpa de la víctima o de un hecho ajeno a su voluntad
3. Responsabilidad objetiva absoluta, que además de atribuir automáticamente responsabilidad no admite ninguna justificación. Este tipo de responsabilidad se da cuando el Estado realiza actividades peligrosas, ultrapeligrosas o socialmente dañosas.
Si bien es aceptado en el derecho interno argentino la tesis de la responsabilidad objetiva del Estado por los actos lícitos, en el derecho internacional esto no es tan así. Y como ya se ha señalado en este trabajo, ante un litigio interprovincial se debe recurrir a los principios del derecho internacional público. Es por lo ello necesario analizar cuáles son los criterios aplicables respecto de la responsabilidad internacional de los Estados en el derecho internacional del ambiente, porque estos serán, en última instancia, los que servirán a la hora de resolver el interrogante planteado.
En este ámbito es mucho más significativa la diferenciación entre la responsabilidad internacional de los Estados por actos ilícitos, y aquella derivada de actos lícitos. Es por ello que, como señala S. Williams,
[38] la doctrina contemporánea estudia por separado esas dos fuentes de responsabilidad siguiendo el criterio sentado por la Comisión de Derecho Internacional que, en 1973, consideró necesario analizar ambos temas en forma independiente, ya que ambas tienen fundamentos distintos y también las normas que las rigen son de naturaleza diferente.[39]
5. b. Responsabilidad internacional de los Estados por actos ilícitos.
Diez de Velasco
[40] señala que el origen de la responsabilidad internacional lo constituye el hecho internacionalmente ilícito, como hecho que contraría o infringe el derecho internacional, y que no cabe en tal sentido una responsabilidad derivada de acciones que, aun en principio no prohibidas, pudieran ocasionar daños susceptibles de ser invocados en un plano jurídico – internacional.
La palabra hecho expresa la idea de conducta (consista ésta en un comportamiento activo o pasivo) en que reside todo evento atribuible a un sujeto de derecho. El principio general aplicable a las contravenciones internacionales es el de que “todo hecho internacionalmente ilícito de un Estado da lugar a la responsabilidad internacional de éste”.
[41]
El art. 1° señala el principio básico en que descansa todo el Proyecto de artículos de la C.D.I., a saber, que toda violación del derecho internacional por un Estado entraña la responsabilidad internacional de éste. El hecho internacionalmente ilícito de un Estado puede consistir en una o varias acciones u omisiones, o en una combinación de ambas cosas. La existencia de un hecho internacionalmente ilícito depende, en primer lugar, de los requisitos de la obligación que presuntamente se ha violado y, en segundo lugar, de las condiciones en que se verifica ese hecho.
[42]
Respecto de los elementos del hecho internacionalmente ilícito, la doctrina suele señalar: la existencia de una conducta (acción u omisión) con relevancia en el plano jurídico internacional, el hecho de que con esa conducta se viola una obligación establecida por una regla de derecho internacional en vigor, la posibilidad de atribuir dicha conducta a un sujeto del derecho internacional, y la circunstancia de haberse producido un perjuicio o daño como consecuencia de la acción un omisión contraria a aquella obligación.
[43]
Diez de Velasco
[44] señala que, al efecto de calificar de ilícito un determinado hecho, es indiferente cuál sea el origen de la obligación violada: tan ilícito es un acto contrario a una obligación de origen consuetudinario como uno que contradiga un compromiso basado en un tratado o en una fuente de otro tipo. En el mismo sentido, en el Proyecto de la C.D.I. se indica que “un hecho de un Estado que constituye una violación de una obligación internacional es un hecho internacionalmente ilícito sea cual fuera el origen, consuetudinario, convencional u otro, de esa obligación.”[45]
5. c. Responsabilidad internacional de los Estados por actos lícitos.
Ahora bien, los cambios sobrevenidos en la estructura y el funcionamiento de la sociedad internacional, han provocado, si no una revolución en las reglas por las que ha venido rigiéndose la disciplina de la responsabilidad internacional, sí al menos, una reconsideración y parcial revisión de las pautas tradicionales relativas a esta materia, que no puede dejar de influir en la aplicación práctica de aquellas reglas.
En tal sentido, Diez de Velasco señala ciertas nuevas tendencias que apuntan en materia de responsabilidad internacional, entre ellas la admisión, junto a una responsabilidad por hecho ilícito, de una responsabilidad objetiva o por riesgo, derivada de la realización de actividades en principio no prohibidas, pero potencialmente generadoras de daños a terceros.
Generalmente, se denomina responsabilidad objetiva al tipo de responsabilidad que resulta de la realización de actividades en principio no prohibidas, aunque potencialmente generadoras de daños en razón de los excepcionales riesgos que comportan. La responsabilidad por riesgo tiene bases diferentes de la responsabilidad por actos ilícitos. Williams
[46] puntualiza alguna de estas diferencias:
En primer lugar, en lo relativo a las normas que las gobiernan, la responsabilidad por ilicitud se rige por normas secundarias que entran en juego cuando se produce la violación de una obligación, mientras que la responsabilidad causal utiliza normas primarias que establecen una obligación también primaria. Esta obligación entra a funcionar no cuando es violada sino cuando el evento que la condiciona (el daño) se produce.
En segundo lugar, en la responsabilidad por ilicitud, cuando el daño se produce como consecuencia de un evento que se tenía la obligación de evitar, el Estado de origen puede normalmente ser exonerado de responsabilidad si prueba que el evento no hubiera podido ser evitado por medio de otra conducta. Tal no es el caso de la responsabilidad causal.
En tercer lugar, existen diferencias en la atribución de la responsabilidad. La responsabilidad por ilicitud se atribuye por un “hecho del Estado”: el comportamiento debe provenir de un órgano del Estado actuando como tal, o de una entidad pública territorial de dicho Estado autorizada por el derecho interno a ejercer las prerrogativas del poder público o de personas que actúen de hecho por cuenta del Estado o ejerzan las prerrogativas del poder público en ciertas circunstancias. En el Informe de Responsabilidad por actos no prohibidos, la condición esencial para que un daño sea atribuido al Estado de origen es que se pueda probar que el acto que lo ha causado forma parte de una actividad que está bajo su jurisdicción o control.
Otra diferencia está dada por el papel que juega el daño en una y otra responsabilidad. En la responsabilidad por actos ilícitos, no es el daño material el que origina la responsabilidad, sino la violación de una obligación establecida por una regla del derecho internacional. En cambio, sólo el daño material puede poner en marcha los mecanismos de la responsabilidad causal.
Todas estas diferencias, muestran no sólo la necesidad de una regulación separada de ambas formas de responsabilidad, sino también refleja que, como se verá más adelante, son pasibles de tener diferentes grados de aceptabilidad por la comunidad internacional, ya que los Estados son en general reacios a aceptar la posibilidad de que se les atribuya una responsabilidad objetiva por actos no contrarios al derecho internacional.
Es así que, la mayoría de los publicistas admite la existencia de una responsabilidad objetiva en sectores como la exploración espacial, la utilización de la energía nuclear o las actividades susceptibles de afectar al ambiente. Sin embargo, como lo señala Jiménez de Aréchaga
[47], la responsabilidad por riesgo es aplicable hoy por hoy no como un principio general de responsabilidad, sino en ciertas condiciones y circunstancias bien definidas por convenios internacionales.
6. Responsabilidad internacional de los Estados por daño ambiental transfronterizo.
La contaminación transfronteriza ocurre cuando un agente físico es transportado de un Estado a otro, causando daño en otra jurisdicción que trasciende los límites de su jurisdicción nacional.
El 4/9/1997, el Instituto de Derecho Internacional adoptó una resolución sobre Responsabilidad bajo el Derecho Internacional de Daño al Ambiente[48]. Dicha resolución contiene una serie de indicaciones orientadas a la responsabilidad civil en el ámbito del derecho internacional ambiental en general. El Instituto reconoce el logro de un régimen de responsabilidad que satisfactoriamente indemnice a la parte demandante, sin ignorar que el Estado no puede esperar que la responsabilidad única recaiga en la parte privada solamente. Con este fin, la resolución del Instituto provee un esquema de dos etapas en el ámbito de responsabilidad: en primer lugar, la responsabilidad primaria por daños al ambiente debe ser asignada a los operadores en el sector privado, y la responsabilidad estricta al Estado en el que actúa dicho operador. Así, cuando el operador, responsable primario, no puede completamente satisfacer los costos de la reparación, el Estado se convierte automáticamente en responsable subsidiario.
Más allá de la responsabilidad subsidiaria del Estado, la resolución del Instituto requiere que ésta se determine bajo el derecho internacional que rige la creación y aplicación de reglamentación doméstica.
El incumplimiento de dicha obligación, ya sea por falta o por responsabilidad estricta, provoca la responsabilidad estatal hacia la parte lesionada.
Teniendo en mente la responsabilidad estatal, el Instituto le permite a un operador privado ser eximido de responsabilidad, si éste observaba “las reglas domésticas y los parámetros y controles gubernamentales”, en el momento en que causó el daño ambiental. Sin embargo, tal situación no dejaría a la
parte afectada sin ningún tipo de recurso. Al contrario, el Estado con jurisdicción reglamentadora sobre el operador, podría ser obligado a pagar indemnización por incumplimiento de sus obligaciones bajo el derecho internacional, o podría ser obligado bajo responsabilidad estricta.
Esta postura se justifica, porque en la mayoría de los casos debe suponerse que las autoridades estatales ejercen no sólo un estricto control en relación con la autorización para llevar a cabo actividades excepcionalmente peligrosas (en el sentido que pueden implicar significativos daños transfronterizos), sino, además, sobre las modalidades del ejercicio de dichas actividades por particulares.
[49] El Estado está entonces íntimamente vinculado con el ejercicio y desempeño de las mismas. Esta situación, justificaría la imposición de una responsabilidad objetiva al Estado que ejerce el control, por todo daño transfronterizo que pudiese resultar del ejercicio de tales actividades, aun cuando materialmente sean desempeñadas por entidades privadas.
Sin embargo, la resolución del Instituto de Derecho Internacional indicó que la responsabilidad estatal subsidiaria, ya sea basada en responsabilidad estricta o en mera falta, no es políticamente posible ni aplicable a escala general, como tampoco lo es la admisión de un principio de responsabilidad internacional objetiva de los Estados.
Como lo puntualiza Diez de Velasco,
[50] aún no está admitida en la práctica la vigencia de un principio general según el cual por el mero hecho de que un Estado realice o haya autorizado a terceros la realización, en su territorio o bajo su jurisdicción o control, de actividades lícitas peligrosas para terceros Estados o para el medio en general, sea aquél responsable de reparar los daños ambientales u otros, que se originen por dicha actividad. Cuanto más, cabría en esos casos una inversión de la carga de la prueba de la falta de diligencia del Estado en la concesión de la autorización o en la vigilancia o el control de la actividad; o una presunción juris tantum de la violación de dicha obligación de diligencia.
7. Respuesta al problema planteado.
Luego del desarrollo de los principios del derecho internacional del ambiente y de los temas relativos a la responsabilidad internacional de los Estados por daño ambiental transfronterizo, es tiempo de responder la pregunta planteada al comienzo de este trabajo: ¿cómo aplicar los criterios relativos a la responsabilidad internacional de los Estados por daño ambiental transfronterizo a la responsabilidad de las provincias por daño ambiental interprovincial?
Aplicando las normas del derecho internacional ambiental al caso de conflicto entre provincias, una vez producido el daño transfronterizo, uno de los principios fundamentales a tener en cuenta es el Principio 21 de la Declaración de Estocolmo. Este principio consagra la obligación de asegurar que las actividades que se lleven a cabo dentro de la jurisdicción o bajo el control de una provincia, no perjudiquen al medio de otras o de zonas situadas fuera de su jurisdicción provincial.
Este principio es concordante con lo señalado por el Dr. Carlos Fayt en su voto disidente, en el ya mencionado caso de la Provincia de la Pampa contra la Provincia de Mendoza, donde señaló que “en el conflicto entre dos provincias de un mismo Estado nacional por el uso de las aguas de un río corresponde hacer referencia a algunas reglas generales en la materia que, fundamentalmente, se inspiran en el principio sustancial de derecho que impide a un Estado miembro de la comunidad internacional dañar a otro”.
Ahora bien, aún aplicando el Principio 21, quedaría por resolver la siguiente cuestión: en el derecho internacional, como ya se ha señalado, es unánimemente aceptada la responsabilidad subjetiva de los Estados por daño ambiental transfronterizo. Sin embargo, si bien la mayoría de la doctrina acepta una atribución objetiva de la responsabilidad por este tipo de daños, los Estados son aún reacios a aceptarla. Es lógico entonces preguntarse si en un conflicto entre provincias, los criterios del derecho internacional deben ser aplicados estrictamente, o si pueden interpretarse de una forma amplia.
En el caso concreto de conflicto por daño ambiental transfronterizo entre provincias, la cuestión es si la responsabilidad por riesgo, es aplicable como un principio general de responsabilidad o si debe aplicarse, como se hace en el derecho internacional, sólo en circunstancias específicas, bajo ciertas condiciones y circunstancias bien definidas por convenios.
Para resolver este interrogante, será útil ver algunas disposiciones de la Ley General del Ambiente
[51]. Esta ley “establece los presupuestos mínimos para el logro de una gestión sustentable y adecuada del ambiente, la preservación y protección de la diversidad biológica y la implementación del desarrollo sustentable”,[52] y ha sido sancionada con arreglo al art. 41 de la Constitución Nacional, conforme al cual corresponde a la Nación dictar las normas legales necesarias para la tutela del ambiente en toda la República, que contengan los presupuestos mínimos de protección.
Mario Valls
[53] opina que “la ley 25675 integra un paquete de leyes ambientales que provee una miscelánea de medidas protectoras del ambiente uniformes por ser normas de fondo y presupuestos mínimos, pero no contribuye a proveer un ordenamiento de la legislación ambiental federal ni ordena sus principios generales, sino que aumenta su dispersión”.
El art. 2º de la ley fija objetivos a la política ambiental nacional. Ello obliga al Poder Ejecutivo Nacional a seguirlos, ya que constituyen pautas para la ejecución de normas legislativas que este poder deberá acatar. Pero, según Valls, no obliga a los poderes provinciales, por cuanto la norma se refiere específicamente a la política ambiental nacional. Por lo tanto, no sería aplicable, por ejemplo, el art. 28 de la ley, que sienta la responsabilidad objetiva, al expresar que “el que cause el daño ambiental será objetivamente responsable de su restablecimiento al estado anterior a su producción”.
Sin embargo, si bien en principio no podrían aplicarse directamente las normas de la Ley General del Ambiente para un conflicto entre provincias, sí serán de utilidad los principios consagrados por ella.
El art. 4° de la ley señala que la interpretación y aplicación de la ley, y de toda otra norma a través de la cual se ejecute la política ambiental, estarán sujetas al cumplimiento de ciertos principios. Entre ellos menciona el principio de congruencia, el de prevención, el principio precautorio, el de equidad intergeneracional, el de progresividad, el de sustentabilidad, el de cooperación, el de subsidiariedad y otros dos que son de gran utilidad para responder el interrogante planteado: el principio de responsabilidad, por el cual “el generador de efectos degradantes del ambiente, actuales o futuros, es responsable de los costos de las acciones preventivas y correctivas de recomposición, sin perjuicio de la vigencia de los sistemas de responsabilidad ambiental que correspondan”; y el principio de solidaridad, por el cual “la Nación y las provincias serán responsables de la prevención y mitigación de los efectos ambientales transfronterizos adversos de su propio accionar, así como de la minimización de los riesgos ambientales sobre los sistemas ecológicos compartidos”.
Por lo tanto, en los casos de conflicto entre provincias por daño ambiental transfronterizo, si bien no serían aplicables las regulaciones en materia ambiental de ninguna de las provincias parte en el conflicto, ni las normas del Código Civil aplicables en materia ambiental, ni tampoco las normas de la Ley General del Ambiente, sí serían aplicables los principios consagrados por esta última.
Es decir, se aplicarían los principios del derecho internacional del medio ambiente, pero extendiendo su aplicación para casos de contaminación por riesgo, en virtud del art. 4° de la Ley General del Ambiente.
De todas formas, como bien sostiene Garrido Cordobera,
[54] ante la falta de debida reglamentación, (en estos casos sería imposible aplicar las regulaciones existentes) la operatividad del art. 41 de la Constitución Nacional permitirá reclamar ante la Justicia por las cuestiones ambientales de tutela preventiva y de responsabilidad.
En síntesis, existen tres posibles soluciones para un caso de conflicto entre provincias por daño ambiental transfronterizo:
1. En primer lugar se podrían aplicar directamente y sin modificaciones las normas y principios del derecho internacional público. En este caso, se aceptaría la responsabilidad subjetiva de una provincia por daño ambiental transfronterizo, pero (al menos en principio) no sería posible atribuirle responsabilidad objetiva.
2. La segunda opción sería aplicar las directrices del derecho internacional público, pero interpretándolas de una manera amplia. Para esta labor, sería posible utilizar el art. 4° de la Ley General del ambiente, el cual acepta una atribución objetiva de la responsabilidad por daños ambientales. En adición a esto, sería importante también aplicar otro principio consagrado en dicha ley: el principio de solidaridad, por el cual se haría responsable a la Nación junto a las provincias por el daño ambiental transfronterizo.
3. Finalmente, se podría aplicar directamente el art. 41 de la Constitución Nacional, para reclamar ante la Justicia por las cuestiones ambientales de tutela preventiva y de responsabilidad.
Analizando cada alternativa, y teniendo especialmente presente la “regla de oro” en materia ambiental, esto es, el Principio 21 de la Declaración de Estocolmo, es dable considerar que debe aceptarse la responsabilidad objetiva de las provincias por daños ambientales causados a otras. Ello con base en los principios del derecho internacional público, en los principios consagrados en la Ley General del Ambiente, y en los principios constitucionales en materia ambiental, en especial el art. 41 de la Constitución Nacional.
8. A modo de conclusión.
La Corte Internacional de Arbitraje y Conciliación Ambiental,
[55] ha señalado que la emergencia de la noción de responsabilidad internacional por consecuencias perjudiciales de actos no prohibidos por el derecho internacional se explica por la flexibilidad de la normativa ambiental, que no impone a los Estados obligaciones precisas, en las que no se prohíben legalmente algunos comportamientos pero en los que debe establecerse un mecanismo de reparación obligatoria como límite a la libertad de acción de los sujetos de derecho internacional.
Este tipo de responsabilidad objetiva, también denominada “por riesgo” o “por daños”, conecta directamente con la responsabilidad internacional del Estado por daños al ambiente. Esta relación obedece a la existencia de una peligrosidad inherente a ciertas actividades a las que se añade una garantía extraordinaria que asegura la reparación de los daños resultantes de ciertas actividades no prohibidas por el derecho internacional, pero ecológicamente peligrosas.
A criterio de la Corte en la citada Opinión Consultiva, “este tipo de responsabilidad internacional del Estado tiene todavía escasa virtualidad para su aplicación práctica en el campo ambiental porque todavía no goza de unos contornos jurídicos precisos y porque los Estados aún son reacios a admitir su responsabilidad por daños al ambiente, persistiendo tales dificultades por las características del daño y los elevados costos económicos para conseguir una absoluta reparación ambiental”.
Coincido con la postura de la Corte en cuanto opina que una prevención y protección adecuada del ambiente requiere la ampliación del alcance de los mecanismos de la responsabilidad aplicables en el terreno ambiental, acudiendo a las nuevas tendencias expansivas de responsabilidad y admitiendo la imputación a los Estados de las actuaciones realizadas por los particulares que actúan bajo su jurisdicción y control sobre la base de que están respondiendo de sus propios actos ante la violación de una obligación internacional de vigilancia y protección.
La solución satisfactoria para responder a los daños ambientales producidos por los Estados ante la ausencia de una regla internacional, es la atribución de responsabilidad internacional de los Estados en la modalidad de actos no prohibidos por el derecho internacional.
Es por ello que implicaría un avance importante en nuestro derecho, lograr expandir los criterios de atribución de responsabilidad por daños ambientales producidos entre las provincias, haciendo uso de las herramientas jurídicas que nos brida la Ley General del Ambiente, y sobre todo la Constitución Nacional.
[1] Sup. Corte Just. De Buenos Aires, 19/05/1998, “Almada Hugo N. c/ Copetro SA y otros”.
[2] 1ª Instancia: Juzg. Nac. Civ. n 105, 25/06/1992, 2ª Instancia: C. Nac. Civ., 30/06/1994, “Duarte, Dante y otros c/ Fábrica Argentina de Vidrios y revestimientos de Opalinas Hurlinghan SA”.
[3] Constitución Nacional, art. 75 inc. 18.
[4] Frías, Pedro, “El sistema de competencias en derecho ambiental”, en Derecho Empresario, año 4, nro. 33, Buenos Aires, 1976, p. 196, citado en Bustamante Alsina, Jorge, Derecho ambiental: fundamentación y normativa, Abeledo – Perrot, Buenos Aires, 1995, p. 62.
[5] Bustamante Alsina, Jorge, op. cit. 4, ps. 64 y 65.
[6] Sabsay, Daniel y Onaindia, José, La Constitución de los argentinos, 5ª ed., Errepar, Buenos Aires, 2000, p. 153.
[7] Corte Sup, 16/05/1995, “Roca, Magdalena c/Buenos Aires, Provincia de s/inconstitucionalidad”.
[8] Corte Sup., 03/12/1987, “La Pampa, provincia de c/ Mendoza, provincia de s/acción posesoria de aguas y regulación de usos de las aguas”.
[9] Conf. art. 67 inc 14 CN (actual art. 75 inc. 15, según reforma de 1994).
[10] Actual art. 75 inc. 18, según reforma de 1994.
[11] Actual art. 127, según reforma de 1994.
[12] I.C.J. Reports, 1969, fallo del 20 de febrero de 1969.
[13] I.C.J. Reports, 1974, fallo del 25 de julio de 1974.
[14] CPJI Serie A/B, n° 42, 1931, p. 116, disponible en http://www.icj-cij.org/cijwww/cdecisions/ccpij/serie_AB/AB_42/Trafic_ferroviaire_Avis_consultatif.pdf
[15] Reunida del 5 al 16 de junio de 1972.
[16] Fromageau, J. y Cuttinger, Ph., Droit de l´environnement, Eyrolles, Paris, 1993, p. 47, citado en Bustamante Alsina, Jorge, op. cit. 4 , p. 26.
[17] Krom, Beatriz S., Ambiente y Recursos Naturales, Ed. Estudio, Buenos Aires, p. 49.
[18] Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo. Río de Janeiro, República Federativa del Brasil, junio de 1992.
[19] Barboza, Julio. Derecho internacional público, Zavalía, Buenos Aires, 2001, p. 464.
[20] Barboza, Julio, op. cit. 19, p. 468.
[21] CIJ, “North Sea Continental Shelf Cases”, sentencia del 20/02/1969.
[22] Informe Brundtland, publicado en abril de 1987 y elaborado por la Comisión de Medio Ambiente y Desarrollo, de conformidad con la Resolución 38/161 del 19/12/83 de la Asamblea General de Naciones Unidas.
[23] Libster Mauricio H., Delitos Ecológicos, Depalma, 2ª ed., Buenos Aires, 2000, p. 84.
[24] CIJ, Corfu Channel Case (United Kingdom v. Albania), 1947-1949.
[25] Shaw, Malcolm, International Law, 4th ed., Cambridge University Press, 1997, p. 602.
[26] Gutiérrez Espada, C., “La contribución del Derecho internacional del medio ambiente al desarrollo del Derecho internacional contemporáneo”, Anuario de Derecho Internacional, (Universidad de Navarra), vol. XIV, 1998, p. 146, citado en Sabia de Barberis, N., “La protección del medio amiente en la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia”, en Anuario Argentino de Derecho Internacional, XII, Córdoba, 2003, p. 195.
[27] CIJ, Case concerning the Gabcíkovo – Nagymaros Project (Hungary/Slovakya), sentencia del 25/09/1997.
[28] Maljean-Dubois, S. “L´arrêt rendu par la Cour Internationale de Justice le 25 septembre 1997 en l´affaire relative au projet Gabcíkovo – Nagymaros (Hongrie-Slovaquie)”, Annuaire Français de Droit International, 1997, p. 300 citado en Sabia de Barberis, op. cit. 26., ps. 148, 149.
[29] CIJ, Request for an examination of the situation in accordance with paragraph 63 of the Court's Judgment of 20 December 1974 in the Nuclear Tests Case (New Zealand v. France), 1995.
[30] Evaluación de impacto ambiental. Documento elaborado por FARN (Fundación Ambiente y Recursos Naturales). Disponible en: http://www.farn.org.ar/docs/p11/publicaciones11-6.html.
[31] Krom, Beatriz S., op. cit. 17, p. 75.
[32] Gutiérrez Espada, C., citado por Sabia de Barberis, op. cit 16, p. 113.
[33] Barboza, Julio, op. cit. 19 , pág. 470
[34] 2 RIAA, ps. 829, 839, citado por Shaw, op. cit. 25, pág. 591.
[35] Díez de Velasco Vallejo, Manuel, Instituciones de derecho internacional público, Tecnos, Madrid, 1999, ps. 632 y 633.
[36] Ver I.C.J., Advisory Opinión, Legality of the Threat or Use of Nuclear Weapons (1994-1996).
[37] Confortti, Benedetto, Derecho Internacional, 1995, Ed. Zavalía, p. 433.
[38] Williams, Silvia M., El riesgo ambiental y su regulación. Derecho internacional y comparado, Abeledo – Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 225
[39] Anuario de la Comisión de Derecho Internacional, 1973, vol. II, p. 172
[40] Díez de Velasco Vallejo, op. cit. 35, p. 676.
[41] Proyecto de artículos de la C.D.I. sobre la Responsabilidad del Estado por hechos internacionalmente ilícitos, Doc. A/CN.4/L.602/Rev. 1, 26 de julio de 2001 , art. 1.
[42] Comentarios de la C.D.I. al Proyecto de artículos sobre Responsabilidad del Estado por hechos internacionalmente ilícitos, aprobado por la C.D.I. en su 53° Período de sesiones –Ginebra (2001), >.
[43] Jiménez de Aréchaga, E., El Derecho Internacional contemporáneo, Madrid, 1980, ps. 317-318.
[44] Díez de Velasco Vallejo, op. cit. 35, p. 684.
[45] Proyecto de la C.D.I., op. cit. 41, art. 17 párr. 1°.
[46] Williams, Silvia M. op cit. 38, p. 232.
[47] Jiménez de Aréchaga, E., op. cit. 43, p. 322.
[48] Responsibility and Liability Under International Law for Environmental Damage, Institute of International Law, Strasbourg Sess., 14/09/1997, (Francisco Orrego Vicuña, rapporteur), 1997 Inst. Int'l L. art. 1, 4, reimpreso en Responsibility and Liability Under International Law for Environmental Damage Resolution Adopted on September 4, 1997, 10 Geo. Int'l L. Rev. 269 - 270 (1998) citado por W.Mcgee y Tagle, “Hacia un régimen de responsabilidad de civil por daño ambiental transfronterizo”, Revista Jurídica Universidad de Puerto Rico, 2002.
[49] Alonso Gómez-Robledo Verduzco, Responsabilidad internacional por daños transfronterizos, UNAM, México, 1992, p. 29
[50] Díez de Velasco Vallejo, op. cit. 35, p. 635.
[51] Ley General del ambiente, N° 25.675.
[52] Art. 1, Ley 25.675
[53] Ley General del ambiente N° 25.675 – Comentada por M. Valls –, disponible en .

[54] Garrido Cordobera, Lidia M. R., Daños colectivos y la reparación, Ed. Universidad, 1993.
[55] Corte Internacional de Arbitraje y Conciliación Ambiental, Opinión Consultiva: Solicitud EAS 7/98. Resolución EAS. 1/99. JA 1999 – IV – 333. Lexis Nº 0003/007372